El viejo Opel Corsa que tú, voluntarioso, más que conducir arrastrabas de aquí para allá. El aguacero que nos empapó hasta el tuétano en París, las luces de Praga, una cena en un garito de Roma. Tus correos con fotos de auroras boreales. Tu relajado sentido de la puntualidad. Los pateos entre la laurisilva. Lo mal que cantabas, en 17 años jamás te escuché entonar una melodía mínimamente aceptable. Tus palabras de ánimo, que en mis horas mas bajas, eran capaces de elevarme del carajo a la esperanza sin escalas. Las largas conversaciones alrededor de una cerveza. Un sinfín de felices complicidades. Los partidos de fútbol en el astrofísico y las remontadas heroicas que nos hubiera gustado protagonizar. El aire ingenuo y sencillo, la honestidad de los que viajan por la vida sin doble fondo en las maletas. Lo constante de tu amistad, tu lealtad a prueba de bombas. Esta herida que duele como diez. Tu simple y descomunal ausencia.
Colecciono imágenes y sonidos, retales de tu vida y de la mía que a menudo se entrelazan y confunden. Con el paso del tiempo seré capaz de recordarte sin este dolor que ahora lo impregna todo, sin la amargura que imprime en todas mis arterias su signo, atrás quedará para siempre esa noche maldita de febrero. Llegará el día en que pensaré en ti, en tu sonrisa imperecedera y sólo sentiré gratitud y una inmensa suerte por haberte conocido.
Leo.
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